"Cuando los soldados hubieron crucificado a Jesús, tomaron sus vestidos, e hicieron cuatro partes, una para cada soldado. Tomaron también su túnica, la cual era sin costura, de un solo tejido de arriba abajo. Entonces dijeron entre sí: No la partamos, sino echemos suertes sobre ella, a ver de quién será. Esto fue para que se cumpliese la Escritura, que dice: Repartieron entre sí mis vestidos, y sobre mi ropa echaron suertes. Y así lo hicieron los soldados. Estaban junto a la cruz de Jesús su madre, y la hermana de su madre, María mujer de Cleofas, y María Magdalena. Cuando vio Jesús a su madre, y al discípulo a quien él amaba, que estaba presente, dijo a su madre: Mujer, he ahí tu hijo. Después dijo al discípulo: He ahí tu madre. Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa." Juan 19: 23-27
Al leer estos versos siento que se me estruja el corazón porque me es muy difícil comprender la agonía de María al ver a su hijo crucificado. Ella fue primer testigo del dolor, la humillación, la vergüenza, el sufrimiento y la muerte de su hijo. Un hijo completamente inocente que tuvo que padecer como pecador. Como dice Hebreos 4:15: “Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado.”
María al ver el maltrato al que fue sometido el Señor quizá recordó Isaías 53:5, “Mas él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados.”
El dolor del Salvador no sólo fue anunciado por los profetas, la propia María escuchó de la propia boca de Simeón, cuando Jesús era sólo un bebé una declaración muy fuerte. Cuando ella y José llevaron a su hijo recién nacido al templo para dedicarlo, un hombre llamado Simeón, varón justo y piadoso y lleno del Espíritu Santo, que esperaba la consolación de Israel; le fue revelado por el Espíritu Santo, que no vería la muerte antes que viese al Ungido del Señor.
Simeón movido por el Espíritu, vino al templo para encontrarse con los padres del niño Jesús, ellos habían ido para hacer conforme al rito de la ley y presentar al pequeño, entonces Simeón le tomó en sus brazos, y bendijo a Dios, diciendo: “Ahora, Señor, despides a tu siervo en paz, conforme a tu palabra; porque han visto mis ojos tu salvación.” Esta parte fue emocionante, pero Simeón siguió declarando.
Pero de pronto puso sus ojos en María, y dijo: "He aquí, éste está puesto para caída y para levantamiento de muchos en Israel, y para señal que será contradicha y una espada traspasará tu misma alma, para que sean revelados los pensamientos de muchos corazones."
Creo que el Espíritu Santo le reveló a Simeón el mensaje que debía escuchar María, ella tenía que comprender que la maternidad del Mesías no sería todo dulzura, alegrías y bendiciones. Más bien un gran privilegio y una gran carga.
Pienso que ninguna madre está preparada para ver sufrir a un hijo, y María, aunque conocía las profecías sobre el Mesías, sufrió inmensamente al ser testigo del rechazo y dolor de Jesús. De todos los que vieron a Jesús en la cruz, nadie sufrió como lo hizo María, más a pesar de todo, ella permaneció al lado de la cruz.
Por favor prestemos atención a la maravillosa fortaleza de María, en el Evangelio de Juan podemos notar que:
Su dolor no fue expresado en gritos histéricos sin esperanza.
No le pidió a Dios en su angustia que detuviera el sacrificio.
Ninguna palabra ni gesto ha sido registrado por ninguno de los cuatro evangelistas. Aparentemente sufrió en un silencio ininterrumpido.
Las multitudes se burlaban, los ladrones se burlaban, los soldados se ocupaban insensiblemente de sus vestiduras, el Salvador sangraba, ¡y allí estaba Su madre contemplando todo!
Ella nunca se alejó de la escena, a pesar de lo duro que fue, ella se paró junto a la cruz. ¡Qué tremendo coraje! ¡Qué amor! ¡Qué reverencia por el Salvador!
Es difícil imaginar los sentimientos de esta madre, la mezcla de amor y angustia con la que latía su corazón. Esta querida mujer había obedecido todo lo que Dios le había dicho, fue fuerte para dar a luz, se preocupó por cuidar de Jesús siendo niño, (Lucas 2:48) oró por él, lo amó, lo siguió durante su ministerio y lo apoyó cuando todo se oponía, me la imagino como una fiel intercesora cuando los religiosos conspiraban contra él. Y ahora, al lado de la cruz tenía que verlo cargando el pecado de todos nosotros.
Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María la esposa de Cleofas, y María Magdalena. Tres mujeres que tenían gratitud y amor por el Salvador. En su Cruz estaban estas cuatro mujeres que lo amaban. Algunos comentaristas explican su presencia allí diciendo que en aquellos días las mujeres eran tan poco importantes que nadie se fijaba en las discípulas, y que por lo tanto estas mujeres no corrían ningún riesgo por estar cerca de la Cruz de Jesús.
La presencia de estas mujeres en la Cruz no se debió a que fueran tan poco importantes que nadie las notara; su presencia se debía al hecho de que el amor perfecto echa fuera el temor.
Cuando Jesús vio a su madre, y a su lado al discípulo a quien él amaba, dijo a su madre: Mujer, ahí tienes a tu hijo. Luego dijo al discípulo: Ahí tienes a tu madre. Y desde aquel momento ese discípulo la recibió en su casa. Jesús conscientemente cuidó de su madre hasta el final, incluso en la cruz su atención estuvo enfocada en otros y no sobre sí mismo. Juan y María, cada uno obedeció esta solemne orden de Jesús desde la cruz.
Pero María tenía otros hijos nacidos después de Jesús, a pesar de esto, Jesús dejó el cuidado de su madre María a Juan el discípulo y apóstol. Tal vez Jesús hizo esto para honrar al único discípulo que fue lo suficientemente valiente como para permanecer con Jesús y estar presente en la crucifixión. Tal vez Jesús hizo esto porque sus hermanos en la carne no lo siguieron. Jesús quiso dejar a su madre con un creyente.
Hay algo infinitamente conmovedor en el hecho de que Jesús en la agonía de la Cruz, cuando la salvación del mundo pendía de un hilo, pensara en la soledad de su madre en los días venideros. Nunca olvidó los deberes que estaban en su mano. Era el hijo mayor de María, e incluso en el momento de su batalla espiritual, no olvidó honrar a su madre.
Con una rápida mirada hacia su discípulo Juan, Jesús le dijo a su madre: "¡Mujer, ahí tienes a tu hijo!" A Juan le dijo: "¡He ahí a tu madre!" Juan 19:26-27. A partir de esa hora Juan la llevó a su casa. Esto fue como si Jesús le estuviera dando un nuevo hijo a su madre para reemplazarlo. Y le dio el mejor hijo que podía esperar, el discípulo amado por Jesús. Juan, el único de los discípulos que no lo abandonó, demostrando su lealtad, valentía y fe con su presencia.
Como madres sabemos que tenemos muchas responsabilidades, nuestras obligaciones son exigentes cada día y puede aparecer culpabilidad cuando no podemos satisfacer todas las demandas y exigencias de la familia. ¿Qué madre puede estar a la altura de las expectativas depositadas en ella? Pero lo peor es cuando esta culpa paraliza y quita la voluntad de luchar, la resignación ataca las emociones de muchas madres que creen que fracasaron en su papel, a ellas Jesús les dice amablemente: “Por eso yo voy a morir por ustedes”. Sólo con Cristo podemos sentirnos perdonadas, libres de resentimientos y culpas, sólo con el amor de Cristo cubriendo nuestras debilidades podremos ser las madres que nuestra familia necesita.
Con amor
Martha Vílchez de Bardales
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