“Como fuente turbia y manantial corrompido, es el justo que cae delante del impío.”
Proverbios 26:26
Muchas veces he oído a creyentes dolidos por haber fallado a Dios. Pero así como sienten vergüenza delante del Señor, parece que este sentimiento es pasajero y minúsculo comparado con la tremenda indignación que sienten ante la chacota de los testigos de su caída. El creyente no es perfecto, a veces puede vacilar, tropezar y caer. Esto siempre es triste, pero este texto dice que es peor cuando sucede delante de los que rechazan a Dios y su sabiduría.
Sin embargo también entre los que son cristianos existe la tendencia de juzgar y levantar rumores que parecen burlas contra un creyente que tropieza. Recuerdo que cuando cumplí quince años, quise tener una celebración, pero no como las que se hacían en la iglesia, sino como las que hacían los chicos del colegio donde cursaba la secundaria. Me olvidé que era la hija de un pastor.
Hoy después de muchos años, todavía me avergüenza recordar ese tropiezo, pero no porque los amigos de aquellos tiempos lo hayan tomado como una oportunidad para desestimar mi fe, fueron más bien cristianos los que se mofaron de mi “locura juvenil”.
A lo largo de la Biblia vemos cómo el Señor tuvo paciencia y sabiduría para relacionarse con ciertas personas imperfectas, claro que Dios tenía un plan santo para ellos, pero estos elegidos, cometieron graves errores y pecados en sus vidas. Ellos lucharon con su carne, tropezaron más de una vez, fracasaron e incluso, huyeron de Dios, pero se arrepintieron de corazón y Dios los perdonó.
Por ejemplo David, un adorador que escribía maravillosas canciones y poemas de alabanza a su Padre Celestial, pero que cayó en el nivel más bajo de su dignidad por darle más valor a su carnalidad. David falló en casi todos los diez mandamientos, pero se arrepintió y el Señor lo perdonó.
Y así como David, tengo que mencionar a Sansón que por su atracción fatal terminó en manos de los filisteos, Jonás que prefirió huir antes que obedecer, a Lot que por su avaricia perdió a su familia, a Pedro y su negación fatal contra Jesucristo, a Pablo y su celo religioso que lo llevó a asesinar a muchos cristianos.
Cuando los incrédulos pecan nadie se da cuenta, todo sigue normal, hasta parece que el silencio encubre la falta, pero cuando un cristiano es vulnerable a la tentación, entonces el mismo Diablo convoca a sus huestes del mal para hacer bulla y despierte todo el vecindario, y todos se enteren que el hijo de Dios pecó.
Este proverbio es fuerte para calificar al justo que cae en pecado. Dice que es como “fuente turbia y manantial corrompido”. ¿Por qué un cristiano debiendo ser una fuente clara que alimenta y bendice se convierte en un charco sucio y corrupto? Pues por las cosas que poco a poco va permitiendo en su vida, en sus relaciones y familia. Comienza a justificar las faltas de los suyos, es rápido para excusar sus debilidades, es permisivo y cede ante la presión de la sociedad que “lo obliga” a pecar.
Imagina a un caminante que ha viajado varios kilómetros sin agua, de pronto llega por fin a un pozo, casi sin fuerzas alcanza a sacar el balde con el preciado líquido, y se encuentra que éste está contaminado, ¡que decepción, cuánta frustración y profunda decepción provoca encontrarse con algo que parece ser, pero no es! El cristiano siempre debe estar consciente que su testimonio es importante para llevar a otros a Cristo.
Cuando el hombre bueno se rinde ante el malvado, se contamina como un río al que se arrojan desperdicios.
Les conté mi pequeño testimonio de esa época de mayor inmadurez porque la verdad es que como cristianos vamos a seguir pecando de vez en cuando. Sin embargo, nuestra vida aunque es imperfecta, debe mostrar el nuevo nacimiento, la restauración divina, la nueva vida en el Señor, la mente de Cristo, la llenura del Espíritu Santo, etc. porque no puedes ofrecer “una taza de agua contaminada” a aquellos que te ven como un cristiano temeroso de Dios. La pureza de tu vida cristiana afecta a quienes nos rodean, incluso cuando ni se enteran de lo que has hecho mal.
Con amor
Martha Vílchez de Bardales
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